lunes, 2 de diciembre de 2013

2013 baja el telón.

Hay instantes en la vida de cada uno en los cuales, a raíz de un acontecimiento externo o de una crisis interna, se plantea el por qué de la propia vida, el qué pueda tener valor suficiente para hacerla interesante y la razón de ser de continuar luchando o, simplemente, existiendo.

Primero se fija uno en la vida de los demás. Quizá porque la vida de los otros —o sus defectos— nos son más fácilmen
te analizables que los nuestros propios. Y lo que acostumbramos a encontrarnos es unas existencias vulgares que discurren del trabajo a la cama y de la cama al trabajo.

Buscamos entonces qué es lo que puede dar sentido a nuestras vidas. Quizá cuando aun se es muy joven, una buena parte de ese sentido se encuentra en el compañerismo, en los amigos, en el gusto por la aventura, en el riesgo, en la acción política o hasta en el coqueteo; pero cuando se llega a cierta madurez y, sobre todo, cuando se procura actuar con una buena dosis de sinceridad para consigo mismo, muchos de esos motivos se derrumban. Son como el telón de un teatro que, al abrirse, deja ver un escenario desengalanado y vació. En muchos casos, el telón era de terciopelo con ribetes dorados y aquella juventud —aquel telón— prometía un espectáculo radiante, una existencia brillante: la sala del teatro estaba totalmente iluminada y los dorados brillaban prometiendo una velada inolvidable. Pero cuando el hombre se plantea la vida de forma definitiva es como si se abriera de repente el telón: el escenario está vacio y entonces el desencanto es total. La promesa y la ilusión que habíamos imaginado en la juventud desaparecen repentinamente y, en su lugar, sólo queda vulgaridad, esterilidad y, lo que es más frecuente, una buena dosis de añoranzas y aburrimiento. La mayoría de los jóvenes mueren así, cuando se acercan a la plenitud de la madurez, sin que lo que prometían haya podido florecer: se efectuá el tránsito rápido de la juventud a la vejez espiritual sin grados intermedios.

Es para huir de ese aburrimiento cabalgante, que el hombre no había conocido antes, cuando aun vivía para explorar, para aprender,cuando todo era nuevo, que el hombre maduro —la sombra del que fue joven— emprende casi todo lo que hace: en general, se casa para huir de su propia soledad y de su aburrimiento; trabaja jornadas enteras por costumbre, tanto para ganar más dinero como para no aburrirse; tiene hijos, se relaciona y llena su vida de cosas que, en el fondo —muy en el fondo, aunque él se niegue naturalmente a reconocerlo— lo que hacen es apartarlo de sí mismo, de su propio, cabalgante tedio.

Es entonces cuando uno se plantea en qué puede diferenciarse la propia vida de un tal planteamiento y qué puede haber que de sentido a la existencia. Y ese sentido que en vano buscamos no lo hallamos ni en el trabajo, ni en las relaciones sociales, ni en las luchas ni en los grupos políticos. A la corta o a la larga —según la inteligencia de cada cual— todo eso son vendas que van cayendo de los ojos. Luego le toca el turno a las ideologías: y también las ideologías, que tanto nos habían absorbido, caen de nuestros ojos dejando delante un panorama desolador, panorama de luchas, de enfrentamientos, de egoísmos, de vulgaridad y de mentira. Seguimos buscando y nada hallamos que valga la pena para volcarnos fuera de nosotros mismos... nosotros mismos ... Y entonces aparece la otra posibilidad, la nueva posibilidad: Nosotros mismos. Tal vez penetrando en nosotros mismos hallemos la seguridad que nos faltaba, tal vez acudiendo a nosotros en vez de huyendo de nosotros, tal vez afirmándonos en vez de negándonos, encontremos la razón de ser de un vivir que se había tornado vacio.

Nos asombramos entonces, cuando empezamos a excavar en esa inmensa masa negra que es nuestro propio yo, cuando empezamos a avanzar por ese espacio vacio, permanentemente oscuro, que había permanecido totalmente ignorado y que es nuestra propia alma, nuestra sensibilidad, nuestra inteligencia, de la cantidad de nuevas vivencias de nuevas razones que van apareciendo.

Surge así de nosotros mismos, hombres decadentes, maduros, prematuramente envejecidos en una sociedad prematuramente envejecida, una nueva, poderosa razón.
Surge una nueva mentalidad, surge una nueva concepción del mundo: Y el nuevo centro de esa nueva mentalidad no está en lejanas hipótesis, en ejemplos de hombres que murieron hace cincuenta o dos mil años, en teorías que nunca se confirman, en ideas que nunca se realizan, en conceptos abstractos que carecen de forma real; el nuevo centro es nuestra propia inteligencia, nuestra sensibilidad, nuestra vida. Somos nosotros, y sólo nosotros, los que debemos justificarlo todo y dar sentido a todo lo que hacemos y decimos.

Un nuevo mundo se abre: hablamos el lenguaje de la naturaleza, hablamos el lenguaje de la sensibilidad, el lenguaje de la fuerza, el lenguaje de la existencia. Lejos de los convencionalismos de las sociedades de los hombres, decadentes y decrépitas, lejos de las ciudades grises repletas de hombres grises preocupados en amontonar billetes de tonos grises, nuestro lenguaje adquiere un profundo sentido, el sentido de nuestra propia naturaleza, el sentido de LA naturaleza.

De repente, como aquel Sigfrido que se marchara con la sangre del dragón que acaba de matar, entendemos el canto de los pájaros. El dragón es el mundo antiguno que ha muerto. De repente tienen sentido los murmullos de la selva, y las formas que las nubes adquieren en los cielos, y el dulce balanceo de las hojas en los árboles; de repente tiene sentido el sol y el mar. Comprendemos que nosotros somos parte de toda esa fuerza profunda e insondable, es más, comprendemos que nosotros somos ESA fuerza, y que la sangre que corre por nuestras venas es del mismo color que la savia que vivifica los árboles y que el agua que riega los campos, y que ahí, en ese único liquido que son todos ellos, está el germen de la vida, de la fuerza, de la existencia, de lo que ES. Comprendemos las sonrisas de nuestros hijos, comprendemos el valor de un sentimiento, y en el culto a nuestras vivencias, a nuestra sensibilidad e incluso a nuestro propio cuerpo y a sus necesidades, hallamos el equilibrio, la paz y la seguridad que allá abajo, en las calles asfaltadas, los hombres se robaban unos a otros rodeados e un mundo artificial, un mundo que no existe y envueltos en una sociedad que, realmente, es mentira.

Queremos entonces desarrollar al máximo estas vivencias. No tenemos miedo: queremos llegar al fondo de ese pozo negro, queremos expresar esa seguridad en nosotros mismos, queremos plasmar nuestros cariños, nuestras pasiones, nuestro más profundo ser... pero sólo unos pocos tienen fuerza para expresarlo con validez universal. Y a esos pocos se les llama artistas. Y en ese mundo nuevo que hemos creado, ser artista es ser sumo hacedor, es tener la capacidad expresiva de los sentimientos supremos, es expresarse al unísono con la naturaleza, es tener su fuerza y su madurez, es tener su capacidad de ser eterno. Y así el nuevo artista adquiere el carácter de los sacerdotes del mundo antiguo y la religión de los nuevos tiempos se convierte en el sentido, en el culto a la naturaleza, a nuestra naturaleza. Y su rito es el arte.

Es el canto de Brangäne del II Acto del Tristán, que estoy escuchando mientras escribo estas líneas: Esa voz (¡Hay que vigilar! ¡Hay que vigilar!) y el tono de la misma son geniales porque parece que se respiran en la noche profunda, parece que salen de nuestra propia noche, parece que surgen del bosque, que sobrevuelan por encima de las copas de sus árboles, que expresan lo más profundo de la naturaleza, lo más profundo de la naturaleza humana. La música habla de la identificación del hombre con la tierra, con el aire, con el agua, la música habla de nuestra más profunda naturaleza. Y en esa profunda aspiración a lo más profundo, Tristán se encuentra solo, cara a cara con la nada, que es la esencia del mundo, de su mundo.

Llegados a este punto, nos detenemos en nuestras meditaciones. Volvemos la cabeza hacia atrás y miramos a los que nos siguen: Siguen hablando de negocios, de dinero, de partidos políticos, de grupos de presión, de copar ministerios, de organizar operaciones financieras y nos llaman para atraernos a sus filas, despertando en nosotros la ambición del poder. Y no pueden comprender que ya no hablamos el mismo lenguaje, que los coqueteos de la juventud, que las ilusiones y el vacío subsiguiente pasaron ya, que no necesitamos ya chapas ni de distintivos que colgar en el pecho para diferenciarnos de los demás, que nuestro esquema es, ya, otro, que el sistema en general y todo su montaje ha dejado de interesarnos. En suma, que para nosotros ellos han muerto y sus ciudades no son ya sino un inmenso camposanto, y que cada piso de esos gigantescos edificios, un nicho de esos igualmente gigantescos cementerios.

La diferencia entre todos ellos se ha difuminado en una pastosa masa intermedia: las izquierdas se han unido a las derechas, los banqueros a los socialistas, los sacerdotes a los paganos, y de toda esa amalgama ha surgido un nuevo ser, el gran hipócrita, el desvergonzado hipócrita de nuestro mundo moderno. Sólo una revolución que fuese contra el sistema, sólo una revolución que trajera al nuevo hombre que ha surgido de la naturaleza, con la fuerza de la naturaleza, con la mentalidad de la naturaleza, podría interesarnos. Y esa revolución no hablaría de urnas, ni se establecería en los parlamentos, como no se desarrollaría en las ciudades: Esa revolución hablaría de arte, y nacería al aire libre, entre el cielo y el mar, en absoluta libertad.

José Tordesillas.


No se nada de este tipo, pero entendía bastante de todo.

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